Lamentablemente, el Estado de Chile es un régimen presidencialista y si La Moneda no tiene voluntad real de legislar, la ley no se cambia. En otra ocasión podríamos detallar el proceso legislativo nacional, pero me parece que el ejemplo de proyecto de vida en pareja —-AVP— nos prueba esta situación. Así las cosas, de momento parece que quienes abogamos por la despenalización del cannabis deberíamos empezar a analizar y discutir las opciones de contenido que se van presentando.
En las columnas que vinculé al principio se analizan los contenidos específicos de cada propuesta y habrá que analizar los aspectos específicos de las propuestas por venir. Sin embargo, con las dos presentadas y la experiencia internacional, podemos ya ir abordando las discusiones generales.
El auto-cultivo
La gran mayoría de las organizaciones despenalizadoras nacen de la búsqueda del derecho al auto-cultivo de cannabis y, por lo tanto, toman un interés no negociable en este desde su identidad. Pero incluso quienes se concentran en otras áreas, como la medicinal, industrial, científica, etc., pueden entender que, en un sano y estructurado marco jurídico, el auto-cultivo es el punto de partida para cultivos colectivos o comerciales y para fines industriales, farmacéuticos o de investigación que se les puedan dar a estos, así como los derechos para transportar, almacenar, procesar y distribuir los resultados de estos cultivos.
Por ejemplo, los distintos llamados «modelos», donde existen asociaciones de cultivo sin fines de lucro, como en España, dispensarios medicinales que cultivan —directamente o tercerizando— para proveer a una gran cartera de clientes, o el caso más extremo de Uruguay, donde el estado cultivará —directamente o tercerizando— para proveer a sus ciudadanos. Se trata, entonces, de distintos métodos para colectivizar el derecho que tiene cada uno de esos asociados, clientes o ciudadanos de cultivar cannabis, en los que cada alternativa le presenta ventajas al individuo final y este decide proveerse en la totalidad o fracción de su consumo a través de estos mecanismos. En otras palabras, tenemos derecho a cultivar tomates: por eso podemos comprar tomates en el supermercado, tener granjas comunitarias de tomates y, si el Estado desea distribuir tomates —en las comidas de sus colegios, hospitales o cárceles—, puede hacerlo.
Establecer cantidades
¿Se deben o no establecer cantidades por ley para el auto-cultivo? Es una pregunta difícil y no existe consenso entre las organizaciones cannábicas al respecto. Quienes están en contra, argumentan que estableciendo claramente el derecho al auto-cultivo, debería ser Fiscalía la que deba probar que el cultivo está destinado a terceros para constituir delito. Poner un techo solo perjudicaría a quienes deban estar sobre este, siendo los usuarios medicinales —quienes tienden a necesitar mayor cantidad que los usuarios lúdicos— los más perjudicados.
Argumento que se sostendría solo en un verdadero Estado de derecho, en el que la única amenaza del Estado para con sus ciudadanos es la justa condena de un tribunal calificado. Sin embargo, la realidad es que la mera investigación y formalización, partiendo por el allanamiento y arresto, son castigos en sí mismos. La figura de microtráfico, junto con la relatividad cuantitativa que cada tribunal falla al respecto, dejan a los ciudadanos que auto-cultivan en una incerteza jurídica, en la que un proceso kafkiano, desde el allanamiento, arresto y la posterior investigación, más allá del resultado final de juicio, pueden tener mayores consecuencias laborales, financieras y familiares para quienes ejerzan un legítimo derecho a auto-cultivar sin la intención de volverse mártires de la jurisprudencia.
Es en ese sentido que cobra importancia establecer cantidades en la ley, no como techos, sino como pisos del legal auto-cultivo. De esta manera, los ciudadanos que no busquen mayores reivindicaciones en tribunales, al encontrarse con un policía, solo debiesen invitarlo a tomar una cinta métrica o balanza para corroborar que su cultivo ocupa una superficie de dos metros cuadrados o inferior o que portan menos que 83 gramos*. Y, con este simple acto de medición, finalizar la interacción con los funcionarios policiales sin alterar su normal vivir.
Empadronamiento de usuarios
Entre los activistas es una discusión que se remonta a tiempo inmemoriales si es que, ante una inminente despenalización, sería prudente que el Estado llevase un registro de quiénes cultivan, poseen o portan cannabis.
Desde Movimental, el dos veces candidato a diputado del PRO y director de la revista Cáñamo Claudio Venegas, ha sido enfático en defender esta opción, incluso en debates diciendo que se sentiría orgulloso de poner su nombre y datos personales en una lista pública de su municipio local. En las JJCC, a quienes —incluso hablando desde la otra vereda— se les debe reconocer su compromiso con la despenalización, el empadronamiento parece incomodarles solo levemente, pero cae como un tema absolutamente discutible y negociable.
En la reforma Uruguaya, fue el tema que dividió al movimiento pro-despenalización, venciendo finalmente la idea del registro y siendo hoy necesario un registro con las huellas digitales frente al Instituto de Regulación y Control de Cannabis (IRCCA) y un segundo registro adicional ante las autoridades agrícolas para los autocultivadores y clubes. No nos corresponde juzgar desde Chile procesos políticos y leyes extranjeras, pero estudiarlas nos da una idea de la relevancia del tema y de los resultados a los que se puede llegar.
Cabe notar, desde el punto de vista histórico, que tanto los sistemas de registro de Uruguay como otros internacionales han sido todos ideados en el mundo pre-Snowden. Pero vale recordar la «Ley Maldita» de Gabriel González Videla, las matanzas de Yakarta o los campos de concentración de japoneses-estadounidenses por parte del gobierno federal de EEUU durante la Segunda Guerra Mundial para entender cuán peligroso que puede ser el Estado cuando decide perseguir a sus propios ciudadanos, listado en mano.
Y más importante aún es la concepción de derecho. Hoy es posible cultivar cannabis en Chile con la venia del Estado: el reglamento 867 especifica un procedimiento según el cual se le puede solicitar una autorización al Servicio Agrícola y Ganadero, institución que sólo ha emitido uno y se esfuerza en revocarlo. Por lo tanto, hoy el Estado de Chile puede otorgar —a través del SAG— el privilegio de cultivar cannabis, pero no es un derecho. Los derechos se ejercen, los privilegios se solicitan. ¿O alguien afirmaría que existe el derecho a libertad de prensa si se requiriere un registro y autorización para abrir un pasquín o un blog? Si vamos a reformar la ley 20.000 para reconocer el derecho al auto-cultivo de los ciudadanos, no debería exigirse registro o autorización alguna, sin perjuicio de que muchos ciudadanos y agrupaciones, en pro de la transparencia, libre expresión o manifestación política, deseen hacerlo voluntariamente.
* Cantidades sugeridas en el petitorio del Primer Congreso Nacional del Cannabis. Es un tema a discutir e incluso negociar políticamente, pero esos dígitos dan un punto de partida desde una perspectiva técnico-jurídica.